Te tengo delante y no puedo parar de mirarte.
Te tengo delate y no puedo parar de mirarte, aunque sea de reojo.
Aunque no quiera mirarte, te tengo delante.
Cada cinco segundos mi cerebro manda un mensaje general a todo mi cuerpo: no-le-mires.
Cuando soy capaz de asumirlo
y cumplirlo,
la parte más incontrolable de mí se rebela.
Porque me estas mirando.
Por qué me estás mirando.
Si fueras consciente de lo que despierta en mí sentir cómo lo haces...
Levanto la vista de la pantalla del ordenador.
Ahí estás.
Ahí estás con tus ojos del color de la miel más dulce que puedes llegar a probar nunca.
Provocando que mis ojos color chocolate se derritan.
Ya está.
No soy capaz.
Me había prometido que iba a cambiar.
Yo iba a ser capaz de mantener el muro que yo misma había colocado.
Pero no.
Tú estás al otro lado.
Indiferente.
No eres consciente.
No eres consciente de que con el simple hecho de dirigir un solo segundo tu vista hacia mí me (lo) destruyes por completo.
Una y otra vez.
Y ya me vale.
Pero es que no necesito más.
No necesito más que sentir cómo me miras para que salten todas mis alarmas.
Tú no me ves. Solo miras.
Ojalá lo hicieras. Ojalá no lo hicieras.
Una parte de mí odia quererte.
La otra está feliz,
porque aunque sea en solitario
está muy orgullosa de saber quererte bien.